ARTÍCULO RECOMENDADO: «EL PROFÉTICO DISCURSO DEL PRIMER PRESIDENTE DE LA FEDERACIÓN INTERNACIONAL UNA VOCE»


El Dr. Eric de Saventhem, primer presidente de la Federación Internacional Una Voce -en adelante FIUV-, fundada en 1966, año en que comenzó a regir el rito de la Misa reformada tras el Concilio Vaticano II, pronunció un importante discurso que ha demostrado ser una profecía de lo ha ocurrido en estas casi cinco décadas transcurridas. Los «frutos del Concilio», ostensibles para cualquiera que mire la situación de la Iglesia con una mirada no cegada por la ideología o la candidez forzada, muestran la actualidad de esas palabras que debieran ser lectura obligada para cualquiera que quiera entender las raíces de la crisis que hoy remece la barca de Pedro. El Dr. de Saventhem enuncia cuales son los fines de la FIUV, y los puntos de acción concretos (aquí destacados en negrilla) para los capítulos de Una Voce -entre ellos la Asociación Una Voce Sevilla –fundada en 2004-, que no han perdido ni un ápice de su oportunidad y pueden ser aplicados con gran provecho por cualquier coetus fidelium –grupo de fieles estable- formado en torno a la Misa tradicional.

El discurso fue pronunciado el 13 de junio de 1970 y estaba dirigido a los miembros de la Federación Internacional Una Voce reunidos en la ciudad de Nueva York con ocasión de la primera asamblea general. El original en inglés puede ser consultado aquí seguido de un colofón de 2014 escrito por James Bogle (Una Voce Australia), entonces presidente de la Federación, que también se ha ofrece en esta versión al español. La traducción y el enlace donde se ha transcrito este artículo recomendado pertenece a la web de la Asociación Litúrgica Magnificat, capítulo chileno perteneciente a la FIUV desde 1966.


 Dr. Eric de Saventhem
(Foto: Wikipedia Commons)

A continuación, el discurso profético del Dr. Eric de Saventhem:

***

«Como la mayoría de ustedes sabe, Una Voce ha pasado por un tiempo de prueba. La promulgación del nuevo Ordo Missae nos enfrentó a lo que se está convirtiendo rápidamente en el problema número uno del católico leal: ¿cómo combinar la sumisión filial al Santo Padre con la crítica respetuosa pero abierta de algunos de sus actos?

En asuntos tan delicados, la primera necesidad es ser precisos tanto en nuestro pensamiento como en nuestras palabras. Cuando los delegados de las catorce asociaciones federadas de Una Voce -en la actualidad presente en más de 30 países- se reunieron en Zúrich en febrero, decidieron por unanimidad que la Federación debería esforzarse por obtener la conservación de la Misa tridentina «como uno de los ritos reconocidos en la vida litúrgica de la Iglesia universal». Pero esto no equivalía a una condena del nuevo Ordo. Que sea «para» el rito tridentino de la Misa no significa que estamos «en contra» del nuevo Ordinario de la Misa en el sentido de un rechazo absoluto hacia ella. Así como no estábamos «en contra» de la lengua vernácula cuando abogábamos por «la conservación del latín litúrgico».

En la Iglesia siempre ha existido una pluralidad de ritos reconocidos y de lenguajes litúrgicos. Pero ese «pluralismo», para usar la palabra moderna, surgió del «respeto a la Tradición»: así, el mismo San Pío V, cuando introdujo el Misal romano uniforme después del Concilio de Trento, confirmó específicamente la legitimidad de otros ritos de venerable origen y uso. Permítanme, en este punto, recordarles que la santa unificación de los ritos de la Misa que se logró con el Misal de San Pío V fue llevada a cabo por el Papa a petición expresa de los obispos reunidos en el Concilio. Por lo tanto, no fue un acto de la Curia o de desprecio romano por la individualidad legítima de la expresión litúrgica. Los propios obispos pidieron a Roma que prescribiera un rito uniforme para toda la Iglesia latina porque habían descubierto que, en el plano diocesano o incluso sinodal, era imposible detener o incluso reducir la proliferación de textos no autorizados para la celebración de los sacramentos.

Simplemente estamos presenciando una repetición, tanto de la proliferación de textos no autorizados como de la incapacidad episcopal para enfrentarlos. Quizá también podamos ver una repetición de ese acto de sabiduría que, hace más de 400 años, hizo que los obispos le pidieran al Papa que redactara y promulgara «a perpetuidad» el ritual uniforme de la Misa que fue sancionado en 1570 y que ha traído consigo una inmensa bendición a la Iglesia.

El pluralismo de hoy es de otra índole: es la consigna y el grito de guerra de aquellos que quieren dejar de lado la Tradición. Por eso, en medio de una nueva proliferación de ritos y textos litúrgicos, asistimos a la supresión práctica del único rito que de manera perfecta consagra el tesoro más sublime de la Iglesia, el santo misterio de la Misa.

Hasta ahora, la supresión se logra solo de facto y no de iure. De hecho, sería impensable que el viejo Ordo Missae haya sido prohibido oficialmente. Para justificar esto, uno tendría que argumentar que de alguna manera ese rito fue «incorrecto» o «malo», ya sea doctrinal o pastoralmente. Demostrar cualquiera de esos calificativos sería equivalente a negar que la Iglesia es guiada por el Espíritu Santo. Por lo tanto, es inadmisible incluso sugerir que el viejo Ordo podría ser abrogado.

Pero la supresión de facto es, sin embargo, lo suficientemente real, y debemos luchar contra ella con todos los medios a nuestra disposición. Un argumento es, por supuesto, el mismo «pluralismo» que los reformadores invocan constantemente: a menos que abarque la existencia continua del antiguo rito, uno al lado del otro, el «pluralismo» en la liturgia se expone inmediatamente como pura hipocresía, un leve velo tanto del desprecio por la Tradición como del arrogante sesgo anti-romano de las jerarquías nacionales y sus comisiones litúrgicas.

Valga recordar que las tres nuevas plegarias eucarísticas, o cánones, se introdujeron, no en lugar de, sino además, del antiguo canon romano, el que fue expresamente confirmado e incluso se le otorgó un lugar de honor (en el papel) para las Misas celebradas los domingos. Por lo tanto, es perfectamente legítimo y razonable pedir que el nuevo Ordo Missae se ofrezca, de la misma manera, como una forma adicional y alternativa de celebrar la Misa, y no como un reemplazo absoluto del antiguo rito de San Pío V.


 7 de marzo de 1965: Pablo VI celebra la primera Misa en italiano
(Foto: Combonianum)

En cuanto al nuevo Ordo, como todos ustedes saben, se ha convertido en objeto de críticas fuertes, generalizadas y extremadamente convincentes. Esto se aplica al orden y las oraciones de la Misa en sí, y a la llamada Institutio generalis u «Ordenación general del Misal romano». La crítica se refiere a los textos latinos oficiales y, en muchos países aún más fuertemente, a sus traducciones vernáculas. Se ha hecho evidente que los textos reflejan algunas de las nuevas tendencias teológicas que inspiraron el notorio «Catecismo holandés» y que Roma misma ha condenado. Esto ocurre incluso cuando estas tendencias no se reflejaban en las palabras utilizadas en el nuevo Ordo o en la Institutio generalis, sino que se hayan inequívocamente en el contexto y, más particularmente, en los efectos psicológicos a los que apunta claramente el nuevo rito. Por estas razones, Una Voce, al igual que muchos otros, se ha sentido con el derecho, y no obligada, a criticar al nuevo Ordo, de la misma manera que hemos criticado antes otros aspectos de la reforma post-conciliar.

¿Está mal esta crítica? ¿Es impropia porque proviene de aquellos que se consideran a sí mismos como católicos leales y como hijos fieles del Santo Padre? Después de todo, el nuevo Missale Romanum fue promulgado por el pontífice reinante, por lo que se debe estar seguro de que él considera que no sólo está libre de errores, sino que también de tendencias y ambigüedades potencialmente peligrosas, y que estima su introducción como algo necesario para el mayor bien de la Iglesia. Veamos este problema por un momento. Veamos qué sucedió con los documentos recientes más importantes de la guía papal para la Iglesia en asuntos de fe, moral y liturgia.

Recuerdése Mediator Dei, con sus imperiosas exhortaciones contra las aberraciones litúrgicas que se han convertido en práctica cotidiana. Recuerdése la Veterum Sapientia de Juan XXIII, con sus graves advertencias para salvaguardar el uso del latín, particularmente en la liturgia y los seminarios. Recuérdese Mysterium Fidei, con su clara condena de algunas nuevas interpretaciones sobre el misterio de la transubstanciación. Recuérdese la Constitución Sacrosanctum Concilium promulgada por el papa Pablo VI, con su decisiva orientación sobre la conservación del latín como idioma principal de la liturgia y su permiso cuidadosamente circunscrito para el uso de la lengua vernácula en ciertas partes de la Misa. Recuérdese el «Credo del Pueblo de Dios», con su reafirmación de todas las verdades esenciales del catolicismo y con su advertencia implícita contra cualquier doctrina que empobrezca o falsifique el Depositum Fidei. Recuérdese, más recientemente, el Decreto Memoriale Domini, que desaprueba formalmente la práctica de la comunión en la mano. Y todos ustedes están demasiado familiarizados con las advertencias semanales del Santo Padre contra las innumerables formas de sutil subversión desde adentro, desde los cardenales hasta los vicarios enardecidos, desde los llamados «teólogos eminentes» hasta los irresponsables periodistas calificados como «católicos».

Los últimos veinte años nos han dado muchos ejemplos de Papas reinantes que expresan su clara e inequívoca desaprobación de ciertas ideas, ciertas tendencias, ciertas prácticas, ciertas sugerencias y actitudes que se han manifestado dentro de la Iglesia. Casi todos han sido ignorados por completo, por laicos, por sacerdotes, por obispos y cardenales, y de hecho, en la cima misma, donde más de un pontífice reinante ha ido en contra de los precisos preceptos de sus predecesores inmediatos.


 Ludolf Bakhuizen, Cristo en la tormenta en el Mar de Galilea (1695, Indianapolis Museum of Art)
(Imagen: Wikimedia Commons)

Después de esta digresión, permítanme volver a Una Voce y sus dos preocupaciones principales: el latín, con el canto gregoriano, y la Misa tridentina.

Es totalmente erróneo etiquetarnos como reaccionarios, como personas que se aferran tercamente a los caminos de ayer, cuyas mentes están cerradas a una reforma necesaria y beneficiosa, o cuyos conceptos personalizados de oración litúrgica reflejan el individualismo de una época pasada. Por el contrario, nuestra insistencia en que en la liturgia deberíamos usar un lenguaje específico y un determinado estilo música, y que para la Misa deberíamos seguir utilizando un rito cuya inspiración es teológica más que sociológica, hierática más que comunitaria, constituye en realidad un acto de «contestación» con miras al futuro.

Se trata de una contestación contra una noción empobrecida de lo que es la liturgia. La liturgia es mucho que el «diálogo entre Dios y su gente». Es la representación ordenada jerárquicamente de lo sagrado en la realidad profana. La liturgia es, de hecho, una acción sagrada. Como tal, es esencialmente escritural. Afirmar que la liturgia se ha convertido en «más escritural» gracias a lecturas más y más variadas de la Biblia y al uso liberal de los Salmos para los cantos antifonales y responsoriales, es engañoso cuando al mismo tiempo ella está siendo despojada de la mayoría de las palabras y los gestos y accesorios que denotan la sacralidad de la acción y que transmiten esa sacralidad a los participantes y provocan una respuesta de sus corazones en lugar de sus cabezas.

Esta contestación se dirige también contra un concepto empobrecido del sacerdocio. Simplemente pregúntense esto: ¿la «crisis del sacerdocio» habría ocurrido y asumido las dimensiones aterradoras que presenciamos cada día, si el sacerdote hubiera sido el «ministro del altar» (en lugar de la gente), actuando «in persona Christi«, en lugar de ser un mero «presidente de una asamblea»? Y el latín, sólo porque ha sido durante tanto tiempo un lenguaje reservado para el uso eclesiástico y particularmente para el uso en la liturgia, dio expresión tangible al carácter esencialmente supra-natural del sacramento. De todos modos, tenemos pocos medios para manifestar nuestros sentidos, es decir, los oídos, los ojos, la nariz, la boca y el tacto, la diferencia esencial entre una acción sagrada y una profana. El latín, la vestimenta, el incienso, la oblea de la Hostia, la indicación de que los pulgares e índices del sacerdote se unan después de la consagración, la prohibición de que los laicos toquen los vasos sagrados o las especies consagradas; todo esto era necesario y, en la mayoría de los casos, constituían medios elegidos espontáneamente, manifestando esa diferencia esencial. Y debido a esto, dieron un propósito y una dignidad únicos al sacerdote que celebra y a su auto-elegido aislamiento en el celibato, otro «signo» de la distinción esencial entre el sacerdocio «ministerial» del ministro ordenado para el servicio del altar, y el sacerdocio común de todos los católicos bautizados. Eliminar los «signos» siempre afecta lo que significan, y es por esto que las recientes reformas litúrgicas se encuentran entre las principales causas de la crisis del sacerdocio.


 Misa Novus Ordo
(Foto: Catholicism Pure & Simple)

Ante todo esto: ¿qué podemos, qué debemos hacer?

Sobre todo: debemos ganar nuevos miembros para Una Voce. No por un número mayor, sino para fortalecer nuestra resolución mutua y abordar más eficazmente las numerosas tareas que nos esperan. ¿Cuáles son estas tareas?

Primero: preservar entre nosotros y difundir más allá de este círculo limitado la familiaridad con el latín litúrgico. Esto es requerido por el propio Concilio. Los textos litúrgicos latinos deben entenderse, y para eso no hay que convertirte en un «erudito». Es otra virtud de este invaluable lenguaje «muerto» que, en la forma en que nos ha llegado como el latín de la Iglesia, es un lenguaje fácil, infinitamente más fácil que la mayoría de los idiomas modernos. Y si incluso estos se pueden dominar razonablemente bien en unos pocos meses para un entendimiento básico, entonces eso vale a fortiori para el latín eclesiástico. El conocimiento básico del propio lenguaje de la Iglesia da un sentido atemporal a nuestro sentido de pertenencia y proporciona un vínculo particular con los grandes santos del pasado. Incluso si hacemos poco uso de nuestro conocimiento fuera de la liturgia, el hecho de estar familiarizados con la Iglesia en latín fortalecerá nuestro «sensus ecclesiae«. Y, dado que los sacerdotes están hoy en día tan ansiosos por emular a los laicos, nuestro interés por el latín puede incluso traerlo de vuelta a los seminarios. Así que aquí hay algo que sus capítulos pueden y deben hacer: organizar cursos para el latín eclesiástico, con especial énfasis en los textos litúrgicos.

No se piense, sin embargo, que el latín en la liturgia debe ser entendido por todos antes de que pueda recuperar el lugar que le corresponde. El énfasis prevaleciente en la comprensión racional de cada palabra hablada en el altar o ambón es otro de esos empobrecimientos que cuestionamos. Pero nos corresponde a nosotros hacer el esfuerzo adicional de aprender el latín de la Iglesia, no sólo para poder transmitir a nuestros hijos el mínimo de conocimiento lingüístico que anteriormente formaba parte de su instrucción religiosa ordinaria.

En segundo lugar: el canto gregoriano debe ser practicado. Si no se puede hacer esto en la iglesia, entonces hay que crear una sociedad coral. Cuando sea demasiado difícil, el capítulo podría celebrar reuniones periódicas en las que se reproduzcan algunos registros de canto gregoriano, de modo que los oídos de los miembros, y los de sus hijos, o de los amigos a los que se pueda llevar con mayor facilidad a este tipo de encuentro que a una reunión formal de Una Voce, permanezcan familiarizados con su belleza, y de ese modo guarden sintonía con su calidad única de oración.

En tercer lugar: los miembros de Una Voce deben estar razonablemente bien formados en la doctrina de la Iglesia sobre asuntos litúrgicos y deben conocer el patrón básico de la historia litúrgica. Muy a menudo nos quedamos indefensos, por mera falta de conocimientos básicos, cuando discutimos con otros católicos o con sacerdotes que han leído los últimos libros. Los capítulos deben organizar grupos de estudio y conferencias, y la sede debe difundir el conocimiento básico a través de su boletín informativo, y debe proporcionar a los capítulos una biografía seleccionada para el uso de líderes de grupo o de los miembros individuales.

En cuarto lugar, y esto es lo más importante: llegar a los jóvenes. Sin saberlo todavía, necesitan desesperadamente una liturgia que sea más rica en contenido y expresión que el mero «diálogo» (del cual obtienen más que suficiente en todas las demás esferas de la vida de la Iglesia), mero entretenimiento o incluso catequesis, más rica que la unión o un ejercicio de entrenamiento en «sensibilidad» (o deberíamos decir «insensibilidad»). Necesitan la atmósfera de abstinencia, de recuerdo, del verdadero «laus Dei«, que es totalmente diferente de alabar descaradamente al «Señor del Universo» a través de las hazañas o el progreso del hombre. Necesitan el encuentro, de hecho, la confrontación con el «signo de contradicción», re-presentado todos los días en el «Mysterium Tremendum» de la Santa Misa.

Vendrá un renacimiento: el ascetismo y la adoración, como la fuente de la total dedicación directa a Cristo, volverán. Se formarán cofradías de sacerdotes, entregadas al celibato y a una vida intensa de oración y meditación. Los religiosos se reagruparán en casas de «estricta observancia». Surgirá una nueva forma de «Movimiento litúrgico», dirigida por jóvenes sacerdotes y que atraerá principalmente a jóvenes, en protesta contra las liturgias planas, prosaicas, filisteas o delirantes que pronto crecerán y finalmente sofocarán incluso los ritos recientemente revisados.

Es de vital importancia que estos nuevos sacerdotes y religiosos, estos nuevos jóvenes con corazones ardientes, encuentren, aunque sólo sea en un rincón de la mansión de la Iglesia, el tesoro de una liturgia verdaderamente sagrada que todavía brilla suavemente en la noche. Y es nuestra tarea, ya que se nos ha dado la gracia de apreciar el valor de este patrimonio, preservarlo de la destrucción, de ser enterrado, despreciado y, por tanto, perdido para siempre. Es nuestro deber mantenerlo vivo: por nuestro propio vínculo afectivo, por nuestro apoyo a los sacerdotes que lo hacen brillar en nuestras iglesias, por nuestro apostolado en todos los niveles de persuasión.

Que Dios nos dé valor, sabiduría y perseverancia, y que fortalezca y profundice ahora más que nunca antes nuestro amor por la Iglesia y por Ella, a quien el Santo Padre proclamó solemnemente Mater ecclesiae: María, la Santísima Madre de Dios y nuestra Santísima Reina y Madre».


 Eric de Saventhem y su mujer Elisabeth, nacida von Plettenberg
(Foto: FIUV)


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Estas palabras del primer presidente de la Federación Internacional Una Voce han demostrado ser proféticas. Como sabemos ahora, el movimiento para la preservación y la celebración de los ritos antiguos y tradicionales de la Iglesia católica es un movimiento que concita mayoritariamente a los jóvenes.

También hemos visto en nuestro tiempo un florecimiento de sociedades sacerdotales y religiosas dedicadas a celebrar los ritos antiguos de la Iglesia con devoción, cuidado y amor.

Sobre todo, las palabras proféticas del fundador se cumplieron con la promulgación para la Iglesia universal, por parte del papa Benedicto XVI, el 14 de septiembre de 2007, Fiesta de la  Exaltación de la Santa Cruz, del motu proprio Summorum Pontificum, que declara abiertamente lo que Dr. Saventhem ya había comprendido: que los ritos de siempre nunca habían sido abrogados (numquam abrogatam).

Es apropiado recordar la inmensa cantidad de trabajo que el Dr. de Saventhem y su mujer dedicaron para ayudar a restablecer el lugar de los ritos tradicionales en la Iglesia, que vieron su fruto en ese motu proprio. Su trabajo, y el de la Federación, contribuyeron también a la creación del entorno en el que éste se emitió.

No olvidemos nunca al Dr. de Saventhem y su mujer, Elizabeth, en nuestras oraciones.

James Bogle (Agosto 2014)

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