EL LEGADO LITÚRGICO DEL PAPA BENEDICTO XVI (IV)

Esta semana reproducimos el texto en español, publicado por la web Caminante Wanderer, de la conferencia impartida por Monseñor Nicola Bux durante el Encuentro Paix Liturgique que se celebró en Roma el pasado 28 de octubre de 2022, donde se aborda el importante papel que juega hoy la Liturgia en la Iglesia, enlazando la Encíclica Mediator Dei de Pío XII con el legado litúrgico del Papa Benedicto XVI, y, en concreto, con el Motu Proprio Summorum Pontificum sobre la Misa Tradicional, y la llamada «hermenéutica de la continuidad».

Cabe destacar que don Nicola Bux fue nombrado por Benedicto XVI consultor de la Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice y siempre estuvo muy cercano a él.

DE LA MEDIATOR DEI AL SUMMORUM PONTIFICUM: REMEDIOS PARA EL COLAPSO DE LA LITURGIA, CONCEBIDA COMO SI DIOS NO ESTUVIERA EN ELLA

Introducción

¿Qué hay detrás de la cuestión litúrgica de hoy? Existe una falta de voluntad para reconocer el hecho de que el Verbo divino se encarnó y, tras su ascensión al Cielo, continúa su presencia en el mundo a través de la liturgia, que no sería sagrada si no existiera la Presencia divina; en continuidad con la shekhinàh del Antiguo Testamento, donde «la revelación se convierte en liturgia». Los Salmos repiten: «Iré a la presencia del Señor», porque los ritos se celebraban ante él. La liturgia utiliza el término Misterio en singular y en plural, para indicar la aparición de la Presencia en la liturgia. El hombre creyente está llamado a entrar en relación con él; el término adorar, de colere,
significa cultivar una relación con Dios. Esto sucede con los ritos litúrgicos, que son ordenados (ordo), disciplinados por la Iglesia según las disposiciones, las reglas que Dios mismo ha dado en la revelación bíblica, para preservarlos de la idolatría. La indisciplina del culto es la reducción a la medida humana, es decir, hacer una imagen deformada de Dios. El culto es divino si garantiza los derechos de Dios y los de los fieles que tienen derecho a recibir el verdadero culto.
La Iglesia sabe que es semper reformanda en sus aspectos humanos, sujeta a deformaciones; del mismo modo, la liturgia en sus aspectos rituales crece y progresa, pero sin ruptura alguna: lo que era sagrado, sigue siendo sagrado y grande. Por desgracia, la ignorancia de la historia lleva a algunos eclesiásticos a prohibir o juzgar perjudicial lo que la tradición entrega a las nuevas generaciones. La tradición es necesaria y la innovación ineludible, y ambas están en la naturaleza del cuerpo eclesial como del cuerpo humano. No son opuestos entre sí, sino complementarios e interdependientes. Pablo VI, durante la reunión del Concilio, reiteró: «nada cambia realmente de la doctrina tradicional. Lo que Cristo quiso, nosotros también lo queremos. Lo que quedaba. Lo que la Iglesia enseñó durante siglos, nosotros también lo enseñamos». ¿Qué diría hoy? Puesto que en la sagrada liturgia se manifiesta la Iglesia una y católica, santa y apostólica, que es la misma en todas las épocas, ¿puede existir una idea de Iglesia diferente de la que el concilio definió en la constitución dogmática Lumen gentium y que está sujeta a la Sacrosanctum Concilium? ¿Qué ha ocurrido?

2. Mediator Dei: la persona de Cristo en el centro de la liturgia
Han pasado setenta y cinco años desde Mediator Dei, publicado el 20 de noviembre de 1947 por el Venerable Pío XII: el documento doctrinal más importante sobre la liturgia antes del Concilio Vaticano II, sin el cual no puede entenderse plenamente la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, publicada sólo dieciséis años después, el 4 de diciembre de 1963. Es su fuente principal, en términos de enfoque clásico y contenido doctrinal, y un término de comparación con las instancias antiguas y nuevas de la liturgia. «Pío XII había creado una comisión para la reforma general de la liturgia, que iniciaría sus trabajos en 1948 y que, en 1959, se fundiría en la comisión preparatoria del Concilio para la liturgia. Por tanto, no está fuera de lugar afirmar que la constitución sobre la liturgia del Vaticano II había empezado a prepararse ya en 1948, inspirándose en la encíclica». El minucioso trabajo preparatorio evitó que el proyecto de constitución fuera rechazado, a diferencia de todos los demás.
La encíclica Mediator Dei, en relación con el tema que nos ocupa, afirma que el culto o liturgia sólo tiene lugar por, con y en Jesucristo: de lo contrario, no llega a Dios Padre para adorarle, ni a nosotros para santificarnos. Por lo tanto, no lo hacemos y esto explica el comienzo de la encíclica: «El Mediador entre Dios y los hombres» (1 Tm 2,5), el gran pontífice que penetró en los cielos, Jesús el Hijo de Dios (cf. Hb 4,14 ) tomó sobre sí la obra de misericordia con la que enriqueció a la humanidad con dones sobrenaturales[…] Trató de procurar la salud de las almas mediante el ejercicio continuo de la oración y el sacrificio, hasta que, en la Cruz, se ofreció a sí mismo como víctima inmaculada a Dios para limpiar nuestra conciencia de obras muertas a fin de servir al Dios vivo (cf. ibíd. 9:14)[…]. El Divino Redentor quiso, pues, que la vida sacerdotal que había iniciado en su Cuerpo mortal… no cesara en el transcurso de los siglos en su Cuerpo Místico, que es la Iglesia; y por eso ofreció un sacerdocio visible para ofrecer en todas partes la oblación limpia (cf. Mal 1,11), a fin de que todos los hombres, de Oriente y Occidente, liberados del pecado, por deber de conciencia pudieran servir a Dios espontánea y voluntariamente. La Iglesia, por tanto, fiel al mandato recibido de su Fundador, continúa el oficio sacerdotal de Jesucristo sobre todo mediante la Sagrada Liturgia» (I,1). Tal introducción deja claro que no se puede hablar de liturgia sin partir de Cristo como Mediator Dei, a menos que se la entienda como la manifestación suprema y continua de esa mediación. Es el «lugar» del encuentro entre Dios y el hombre y hace de la liturgia la cumbre de la vida de la Iglesia y la fuente de toda gracia. La liturgia «culmen et fons», la ya famosa endiada de Sacrosanctum Concilium que resume el concepto, se encuentra ya en la Introducción de Mediator Dei.
Hay un elemento esencial de la liturgia católica: «En cada acción litúrgica, por tanto, junto a la Iglesia, está presente su Divino Fundador: Cristo está presente en el augusto Sacrificio del altar tanto en la persona de su ministro como especialmente bajo las especies eucarísticas; está presente en los sacramentos con la virtud que transfunde en ellos para que sean instrumentos eficaces desantidad; está presente finalmente en las alabanzas y súplicas dirigidas a Dios, como está escrito: ‘Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos'(Mt 18,20)»(I,1). El versículo se retoma en el conocido párrafo de la constitución litúrgica sobre la presencia de Cristo
(n. 7) con el único añadido «Él está presente en su palabra, pues es Él quien habla cuando se lee la Sagrada Escritura en la Iglesia»; anteriormente se indica a Cristo como «Mediador entre Dios y los hombres» y «plenitud del culto divino» (n. 5).
La encíclica pudo así definir la liturgia como «el culto integral del Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros». La liturgia sirve para elevar el alma cada vez más hacia Dios, para con-sacrificarla: «así, el sacerdocio de Jesucristo actúa siempre en la sucesión de los tiempos, y la liturgia no es otra cosa que el ejercicio de este sacerdocio» (I, 1). Pío XII, remitiéndose a la constitución Divini cultus de su predecesor Pío XI, observa que la jerarquía eclesiástica «no dudaba, sin perjuicio de la sustancia del sacrificio eucarístico y de los sacramentos, en cambiar lo que no consideraba conveniente, en añadir lo que parecía contribuir mejor al honor de Jesucristo y de la augusta Trinidad, a la instrucción y al estímulo saludable del pueblo cristiano» (I,4). En efecto, la liturgia se compone de elementos divinos y humanos: «de ahí que instituciones piadosas olvidadas en el tiempo sean a veces recuperadas en el uso y renovadas» (I,4). Este es el criterio que guiará al papa en la restauración del Ordo de Semana Santa -sobre el que no nos detendremos- poniendo en uso las antiguas tradiciones y que se incorporará a la constitución conciliar (cf. Sacrosanctum Concilium, nº 50). Ese criterio, según Mediator Dei, preside la evolución de los ritos, pero sin caer en el arqueologismo: «La liturgia de los tiempos antiguos es sin duda digna de veneración, pero un uso antiguo no es, por su sola antigüedad, el mejor… Incluso los ritos litúrgicos más recientes son respetables, ya que han surgido por influencia del Espíritu Santo» (I,5).

La reforma litúrgica, según Pío XII, resulta así de la necesidad de las cosas, porque la liturgia misma es una forma que tiende continuamente a reformarse en el sentido de un desarrollo orgánico. Los abusos no pueden ponerlo en duda; de ahí que recuerde que «para proteger la santidad del culto contra los abusos» existe la Congregación de Ritos. La liturgia es una manifestación del cuerpo y la Cabeza de la Iglesia, un organismo que produce energías siempre nuevas al tiempo que conserva su forma fundamental. Todo esto se reafirmará en la constitución litúrgica (cf. nº 21). La encíclica trata en la Parte III, del oficio divino y del año litúrgico, partiendo del principio de que el ideal de la vida cristiana está en la unión íntima con Dios, que sólo puede realizarse: «‘por medio de nuestro Señor Jesucristo’, quien, como mediador entre nosotros y Dios, muestra sus gloriosos estigmas al Padre celestial, ‘siempre vivo para interceder por nosotros’ (Hb 7,25)» (III,1). Se recomienda a los fieles la recitación de los salmos y la participación activa en el rezo de las vísperas dominicales y festivas.
En cuanto al año litúrgico, se recuerda que tiene como centro la «persona de Jesucristo… nuestro Salvador en los misterios de la humillación, la redención y el triunfo». Al recordar estos misterios de Jesucristo, la sagrada liturgia pretende hacer partícipes de ellos a todos los creyentes para que la Cabeza Divina del Cuerpo Místico viva en la plenitud de su santidad en cada uno de sus miembros» (III, 2).

3.Summorum Pontificum: la primacía de Dios en la liturgia
El 7 de julio de 2007, el Sumo Pontífice Benedicto XVI promulgó la Carta Apostólica Motu proprio «Summorum Pontificum», con la que pretendía dotar de una disciplina renovada al uso del Misal Romano anterior a la reforma deseada por Pablo VI y el Concilio Ecuménico Vaticano II. También hay que señalar que, para una exposición exhaustiva, el documento debe leerse y analizarse en correlación con la Carta a los obispos, que acompañaba al mismo Motu proprio, y con la Instrucción aplicativa «Universae Ecclesiae» del 30 de abril de 2011, que aclaraba y completaba toda la disciplina. Hay que tener en cuenta lo que dijo a este respecto el cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos: «Lejos de ocuparse únicamente de la cuestión jurídica del estatus del antiguo Misal Romano, el Motu proprio plantea la cuestión de la esencia misma de la liturgia y de su lugar en la Iglesia. Lo que está en juego es el lugar de Dios, la primacía de Dios. Como subraya el «papa de la liturgia» (ed. Benedicto XVI): «La verdadera renovación de la liturgia es la condición fundamental para la renovación de la Iglesia»: el
Motu proprio es un documento magisterial capital sobre el sentido profundo de la liturgia y, en consecuencia, de toda la vida de la Iglesia».
La cuestión de la Sociedad de San Pío X influyó sin duda en la decisión de promulgar Summorum Pontificum, pero creemos que no fue la única motivación decisiva, como se desprende de la continuación de la citada Carta: «Todos sabemos que, en el movimiento dirigido por el arzobispo Lefebvre, la fidelidad al misal antiguo se convirtió en un marcador externo; las razones de esta escisión, que surgió aquí, se encuentran, sin embargo, más profundamente. Muchas personas, que aceptaban claramente el carácter vinculante del Concilio Vaticano II y que eran fieles al Papa y a los obispos, deseaban sin embargo redescubrir la forma, para ellos muy querida, de la sagrada liturgia.
Esto sucedió ante todo porque en muchos lugares no se celebraba de forma fiel a las prescripciones del nuevo Misal, sino que se entendía incluso como una autorización o incluso una obligación a la creatividad, lo que a menudo conducía a deformaciones de la liturgia que estaban en el límite de lo soportable. Hablo por experiencia, porque yo también viví ese periodo con todas sus expectativas y confusiones. Y vi lo profundamente heridas que estaban personas totalmente arraigadas en la fe de la Iglesia por las deformaciones arbitrarias de la Liturgia.
He aquí la verdadera y profunda razón de Summorum Pontificum: Responder de manera más adecuada y eficaz a la necesidad espiritual y pastoral de quienes, aun prestando la debida deferencia y obediencia a lo establecido por el Concilio Ecuménico Vaticano II, sacudidos y perplejos por las «deformaciones» litúrgicas que se produjeron en el período inmediatamente posterior al Concilio -y que aún hoy nos vemos obligados a presenciar en muchos casos- encontraron y encuentran en laforma litúrgica anterior la manera más adecuada y fructífera de cultivar su relación con Dios.
Tras mostrar lo infundado de los temores, la Carta aporta la razón positiva, podríamos decir el verdadero objetivo «doctrinal»: «Una reconciliación interna en el seno de la Iglesia». El Pontífice insta a «hacer todo lo posible para que todos los que desean verdaderamente la unidad puedan permanecer en ella o reencontrarla». Resuenan las palabras admonitorias de Jesús: «que sean uno para que el mundo vea y crea». ¿Quién podría oponerse a ello? Sin embargo, hay quienes no están de acuerdo con el siguiente pasaje de la carta: «No hay contradicción entre una y otra edición del Misal Romano. En la historia de la liturgia hay crecimiento y progreso, pero no ruptura. Lo que era
sagrado para las generaciones anteriores, sigue siendo sagrado y grandioso también para nosotros, y no puede prohibirse de repente ni siquiera juzgarse perjudicial. Es bueno para todos nosotros preservar las riquezas que han crecido en la fe y la oración de la Iglesia, y darles el lugar que les corresponde. Es una admonición para que todas las partes encuentren el equilibrio adecuado y saludable. La insistencia de Mediator Dei (§ 60) en el uso del latín como antídoto contra la corruptibilidad de la doctrina pura, ayuda a comprender que el Vetus Ordo no sólo se busca por «indietrismo», sino también porque la lengua oficial de la Iglesia lo impide mejor que cualquier otra cosa.

Progreso y Desarrollo de la Liturgia (Mediator Dei, §§ 49-56), enunciado por Pío XII, ha sido puesto en práctica por Benedicto XVI. La Iglesia y la Liturgia están sujetas a deformaciones de las formas, por lo que son semper reformandae, según el principio de desarrollo orgánico, de continuidad y no de ruptura, o de restauración para devolverlas al origen: éste es el sentido de la expresión «reforma de la reforma». Una reforma que, por su propia naturaleza, no puede ser irreversible, como pretende el Papa Francisco. Por ello, la cuestión de fondo fue recordada de corazón por Benedicto XVI: «En nuestro tiempo, cuando en vastas zonas de la tierra la fe corre el peligro de extinguirse como una llama que ya no encuentra alimento, la prioridad ante todo es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. No a cualquier dios, sino a ese Dios que habló en el Sinaí; a ese Dios cuyo rostro reconocemos en el amor llevado hasta el extremo (cf. Jn 13,1) en Jesucristo crucificado y resucitado».

4 – El Codex Iuris Liturgici: un remedio fallido
Mediator Dei y Summorum Pontificum constituyen el remedio a una concepción de la liturgia privada de la Presencia Divina, porque frente al arqueologismo, las deformaciones y los abusos, reafirman el derecho litúrgico como protección de los derechos de Dios en el culto.
Es cierto que, antes del Concilio Vaticano II, las normas que regulaban los ritos y su ejecución estaban expuestas a una escrupulosidad excesiva o a la aproximación; el papa Pío XII quiso la reforma sobre todo para aliviar a los sacerdotes en la cura de almas sobrecargados por los compromisos del apostolado. Esto condujo a la simplificación de las rúbricas del Misal y del Breviario, que se llevó a cabo mediante el decreto de la Congregación de Ritos del 23 de marzo de 1955. Pero esta revisión de los libros litúrgicos estuvo precedida por un acto que iba a influir en la reforma litúrgica conciliar: la publicación en 1948 por la Sección Histórica de la Sagrada Congregación de Ritos de la «Memoria sobre la reforma litúrgica», que «constituye… la guía general de todo el proyecto de reforma». La lectura de este documento, que sigue poco después a Mediator
Dei, ayuda a comprender los principios fundamentales de la reforma, incluido el de equilibrar las pretensiones opuestas de la tendencia conservadora y la tendencia innovadora: una cuestión que sigue siendo relevante hoy en día. Pero aún más interesante es, en el tercer capítulo, la mención de un «Codex Iuris Liturgici»: el documento afirma: «Una vez realizada definitivamente la reforma propiamente dicha, será necesario un último elemento que garantice la estabilidad de la reforma y la organicidad de los futuros desarrollos de la vida litúrgica; todo ello se conseguirá con el tan ansiado Codex liturgicus, que debe representar la coronación de la Reforma y asegurar su aplicación y estabilidad». Es significativa en la «Memoria» la anotación de que las diversas unidades rituales nunca habían sido ordenadas, salvo los textos añadidos, tras las reformas de Pío X, en las ediciones del Breviario y del Misal. Así pues, había surgido mucha confusión y no pocas contradicciones entre diferentes fuentes y disposiciones, en una época en la que los estudios litúrgicos, el arte y la música sacra habían ido avanzando, gracias también al movimiento litúrgico. La «Memoria» no oculta las causas, en particular el aumento en los sacerdotes de la desafección a las rúbricas y las prescripciones rituales. Así tomó forma la idea de una codificación general de la liturgia, aunque los expertos no ocultaron que, para reformar la liturgia de forma seria y duradera, era necesario preparar una plataforma jurídica, a saber, un Codex Iuris Liturgici. Así debía proceder la reforma, junto con la redacción de los cánones apropiados del Códice Litúrgico, sin excluir los relativos al arte sacro y la música. Por otra parte, las rúbricas del Breviario y del Misal debían redactarse por sí mismas e introducirse en el Códice en el momento de su redacción; la idea era disponer de rúbricas sencillas y claras, similares a artículos concisos como los cánones del Código de Derecho Canónico.
El Codex Iuris liturgici nunca volvió a realizarse. Pero se mantuvo la idea de una plataforma estable sobre la que asentar la reforma de la liturgia. De hecho, casi puede verse esbozado en principio, a pesar de algunas contradicciones, con la Constitución Litúrgica Sacrosanctum Concilium del Vaticano II; pero la anomia y la anarquía, con el pretexto de la creatividad, parecen haberlo contradicho y frustrado. Mientras reinaba Pío XII, los trabajos sobre las rúbricas siguieron adelante, con una amplia consulta a los obispos y la decisión de reformarlas todas sistemáticamente; para ello se creó una comisión de expertos.
La mencionada simplificación se llevó a cabo en 1955: fue el origen del Codex Rubricarum que sustituiría totalmente a los textos de Pío V. De hecho, con el Motu Proprio Rubricarum instructum del 25 de julio de 1960, Juan XXIII aprobó las nuevas rúbricas del Breviario y del Misal, aplicando las disposiciones de Pío XII, pero posponiendo el tratamiento de los principios de la reforma litúrgica al Concilio, que se había reunido un año antes.
Lo que se ha esbozado hasta ahora nos permite comprender cómo, bajo Pío XII, la observancia de las rúbricas de los ritos litúrgicos se consideraba como una forma de la tradición ininterrumpida de la liturgia de la Iglesia y no como algo ajeno a ella. Tal vez pueda suponerse que si Pío XII hubiera logrado promulgar el Codex Iuris Liturgici, la reforma relanzada por el Concilio Vaticano II habría estado en cierto modo al abrigo de las deformaciones y abusos que se produjeron posteriormente.
El cardenal Ferdinando Antonelli, secretario de la Sagrada Congregación de Ritos y miembro del Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, escribió sobre la evolución que estaba tomando la reforma (1968-1971): «La ley litúrgica, que hasta el concilio era algo sagrado, ya no existe para muchos. Cada uno se considera autorizado a hacer lo que quiera y muchos jóvenes lo hacen’.
Demos ahora un salto de 40 años. Juan Pablo II intentó poner freno a las deformaciones y abusos anunciando, en la encíclica Ecclesia de Eucharistia, un documento específico de carácter jurídico(52), elaborado por la Congregación para el Culto Divino de acuerdo con la Congregación para la Doctrina de la Fe y publicado en 2004: la instrucción Redemptionis Sacramentum «sobre ciertas cosas que deben observarse y evitarse» en relación con la misa. Parece recordar el Decretum de observandis et evitandis in celebratione missae del Concilio de Trento, que constituye la columna vertebral del capítulo del misal romano tridentino De defectibus in celebratione missarum occurrentibus; si se hubiera incluido en el misal promulgado por Pablo VI, no habría dado lugar a las graves ofensas y abusos. La instrucción indica las formas correctas de celebrar para el sacerdote y de participar para los fieles, corrige las incorrectas e identifica las responsabilidades morales, y compromete las penas canónicas.
La crisis posterior al Consejo ha enquistado tanto los abusos que muchos creen que forman parte de la reforma deseada por el Consejo. Quienes actúan así socavan la unidad del rito romano, que debe salvaguardarse tenazmente (SC 4), no llevan a cabo una auténtica actividad pastoral ni una adecuada renovación litúrgica, sino que privan a los fieles del patrimonio y la herencia a los que tienen derecho. Tales arbitrariedades suscitan inseguridad doctrinal, perplejidad y escándalo y, casi inevitablemente, duras reacciones (cf. RS 11). Por lo tanto: «Todos los fieles, por otra parte, gozan del derecho a tener una verdadera liturgia y especialmente una celebración de la Santa Misa que sea como la Iglesia ha querido y establecido, según lo prescrito en los libros litúrgicos y otras leyes y normas. Asimismo, el pueblo católico tiene derecho a que el sacrificio de la Santa Misa se celebre para él de forma íntegra, en plena conformidad con la doctrina del Magisterio de la Iglesia. Es, en fin, derecho de la comunidad católica que la celebración de la santísima Eucaristía se realice para ella de tal modo que aparezca como un verdadero sacramento de unidad, excluyendo por completo todo tipo de defectos y gestos que puedan generar divisiones y facciones en la Iglesia» (RS 12).
El estudio y el debate sobre la primacía del ius divinum me parecen esenciales para impulsar la reforma de la liturgia según la Constitución conciliar entendida en el contexto de la tradición católica y acabar con el relativismo litúrgico.


5- El renacimiento de lo sagrado: un remedio inesperado
«Toda la multitud procuraba tocarle, porque de él salía un poder que curaba a todos» (Lc 6,19). Lo sagrado es la percepción del poder divino actuando en el mundo. Las señales llegan desde abajo: la petición de muchos fieles, de recibir la Sagrada Comunión en la lengua, en la misa en N.O., de aumentar la Adoración Eucarística, de volver a poner agua bendita en la iglesia. Especialmente, de celebrar la misa en el V.O. o en la forma extraordinaria; numerosas encuestas en Europa, América, África y Asia confirman que la misa tradicional se está extendiendo (al menos en 11 países según una encuesta de hace unos años) y que un tercio de los católicos del mundo viviría con gusto su fe católica de esta forma; esto sucede, a pesar de las dificultades que ponen los obispos y el clero a su celebración. Los católicos que resisten y tienen capacidad para continuar se ven reducidos a un «pequeño rebaño», que será el catolicismo del futuro: un fenómeno que, en las ciudades, debido a la densidad de población, es más visible que en las provincias. Todos estos signos son también remedios, son síntomas de la irreprimibilidad de los sentimientos del temor de Dios y de lo sagrado. ¿Qué hay en el fondo?
Hay que señalar que en la nueva liturgia, a veces parece como si Dios no estuviera en ella: la reverencia y lo sagrado, en una palabra la adoración, han desaparecido, porque uno ya no es consciente de estar en la presencia divina. No se glorifica principalmente a Dios, por lo que el hombre no se santifica y el mundo no se «consagra». Basilio recuerda: «Todo lo que tiene un carácter sagrado procede de aquel -el Espíritu- que lo deriva». Aquí, la reforma debe comenzar con el renacimiento de lo sagrado en los corazones y, paralelamente, el temor de Dios: ese sentido de gran respeto por su infinita majestad que impregna las Sagradas Escrituras: Desde Abraham que, consciente de su omnipotencia y omnipresencia, se postró con el rostro en tierra (Gn 17,3-17), hasta Moisés ante la zarza ardiente (Ex 3,6) y Elías (cf. 1 Re 19,13): se cubrieron el rostro al percibir la presencia del Señor, impregnados de santo temor, porque «El temor de Dios es escuela de sabiduría» (Pr 15,33). Este temor no faltó en el Nuevo Testamento: María se regocija: «de generación en generación su misericordia se extiende sobre los que le temen»(Lc 1,49), reconociendo la grandeza de Aquel que por amor se inclinó sobre la criatura; Pedro, Santiago y Juan, ante la Transfiguración «cayeron con el rostro en tierra y fueron presa de un gran temor»(Mt 17,6); Pedro cayó de rodillas a los pies de Jesús en el lago de Tiberíades, pidiéndole que se apartara de sí pecador(cf. Lc 5,8); no fue aplastado sino partícipe de la belleza y el poder divinos. Ante la inmensidad de Dios, la alegría de estar cerca de Él debe traducirse en la mayor reverencia; Él es el Hijo todopoderoso de Dios que se hizo cercano a nosotros.
Por tanto, son incomprensibles las teorías de los que dicen que ante el Cristo ya resucitado hay que estar de pie, ya no de rodillas. El Catecismo dice: «El sentido de lo sagrado forma parte de la virtud de la religión» – citando a continuación un pensamiento del beato J.H. Newman: «¿El sentimiento de temor y el sentimiento de lo sagrado son o no sentimientos cristianos?[…]Nadie puede razonablemente dudarlo. Son los sentimientos que palpitarían en nuestro interior, con una fuerte intensidad, si tuviéramos la visión de la Majestad de Dios. Son los sentimientos que experimentaríamos si fuéramos conscientes de su presencia. En la medida en que creamos que Dios
está presente, debemos sentirlos. Si no los percibimos, es porque no percibimos, no creemos que esté presente’. Tales sentimientos y actitudes consecuentes son urgentemente necesarios para que la liturgia romana hable de Dios al hombre contemporáneo.
Es necesario restablecer el principio de que la liturgia, con la música y el arte vinculados a ella, es sagrada: en primer lugar, porque en ella está presente la Majestad divina que tiene jurisdicción exclusiva sobre ella. Por lo tanto, la liturgia, en su parte inmutable, es de derecho divino, como se ha mencionado anteriormente.
Los primeros padres aprendieron en la escuela de los apóstoles las normas y cánones para adentrarse en el misterio cristiano, recogidos más tarde en enseñanzas, didácticos, constituciones; debían proclamar el misterio revelado en Jesús y contrarrestar las concepciones mistéricas, alegóricas y esotéricas de los paganos. Las normas remiten a la apostolicidad de la liturgia, pero es sobre todo su santidad la que las exige: el misterio de Dios reclama la máxima reverencia. Acérquese a Dios, Jesús, ¡que es el Dios cercano a nosotros!
En segundo lugar, la liturgia es sagrada porque tiene una conexión esencial con la vida moral, el ethos. Todos somos sensibles a la justicia hacia nuestro prójimo, pero la justicia hacia Dios tiene prioridad. En las causas de canonización de santos, la verificación del ejercicio de este aspecto es prioritaria.
En tercer lugar, es sagrada, porque quienes participan en la liturgia son el pueblo elegido de Dios, la Iglesia. Si el ius y el ethos la convierten en una obra del pueblo, como pueblo perteneciente a Dios, la convierte ante todo en una obra de Dios, opus Dei. Por tanto, la liturgia es el conjunto de actos de culto público, es decir, la misa, los sacramentos y el oficio divino, que se ejercen en la Iglesia en beneficio de los fieles, según normas establecidas y por medio de ministros legítimos.
La liturgia es sagrada porque no es un acontecimiento transitorio para entretener al pueblo -como intenta hacer creer la secularización, que ha penetrado incluso entre los eclesiásticos-, sino que es la permanencia de la Presencia divina en medio de su pueblo, como atestiguan las normas de la ley divina y del derecho litúrgico. De ahí debe partir la reforma de la reforma: «de la presencia de lo sagrado en los corazones, de la realidad de la liturgia y de su misterio. Un misterio que necesita espacio interior y exterior. Joseph Ratzinger escribió: «Creo que esto es lo primero: vencer la tentación de una forma despótica de hacer las cosas, que concibe la liturgia como un objeto propiedad del hombre, y volver a despertar el sentido interior de lo sagrado. El segundo paso consistirá en evaluar dónde se han hecho recortes demasiado drásticos, para restablecer las conexiones con la historia pasada de forma clara y orgánica. Yo mismo he hablado en este sentido de una «reforma de la reforma». Pero, en mi opinión, todo esto debe ir precedido de un proceso educativo que frene la tendencia a «mortificar la liturgia con invenciones personales».
Ideó un remedio para sustituir la orientación perdida del sacerdote y los fieles ad Deum: colocar la cruz delante del celebrante en el altar hacia el pueblo. Al principio de la Reforma no se trataba de colocar la cruz sobre el altar o en alto, para que la mirada del sacerdote, por un lado, y la de los fieles, por otro, pudieran detenerse en ella. Luego, poco a poco, se teorizó que podía desplazarse a un lado; finalmente acabó detrás del sacerdote -a menudo junto con el tabernáculo- y ya no es objeto de atención; esto sucede mientras el pro-orientalismo multiplica los iconos a los lados del altar con la esperanza de que sean más venerados. Significa que sigue siendo necesario ayudar a los
fieles a detenerse en la imagen.
La celebración actual, al situar al celebrante en el centro, se ha convertido en una liturgia versus presbyterum, ¡ya no versus Deum! El sacerdote se ha vuelto más importante que la cruz, el altar y el tabernáculo. Aprendamos de la liturgia oriental y de la misa tradicional, en la que la silla del obispo y el asiento del celebrante se sitúan a un lado del altar, de modo que no esté de espaldas y pueda mirar al mismo altar y a la misma cruz, juntos el gran signo de Cristo, y al mismo tiempo estar a la cabeza de la asamblea de los fieles. De los dos, ¿cuál es más clerical? Sin hacer grandes cambios estructurales, esto puede llevarse a cabo, en particular la cruz debe volver al centro del altar o
encima de él. Sólo Cristo puede estar en el centro de las miradas de todos (cf. Lc 4,21). ¡Si es que las señales valen algo! El renacimiento de lo sagrado está teniendo lugar, es un remedio de lo Alto, y es el principio básico para la reforma de la Iglesia y la liturgia.


6.Conclusión
El escollo a superar sigue siendo el desacuerdo sobre la naturaleza de la liturgia. «La crisis de la liturgia, y por tanto de la Iglesia, en la que seguimos encontrándonos», dice Ratzinger, «se debe sólo en parte a la diferencia entre los libros litúrgicos antiguos y los nuevos. Cada vez está más claro que en el trasfondo de todas las controversias existe un profundo desacuerdo sobre la esencia de la celebración litúrgica, su derivación, su representatividad y su forma adecuada. Esta es la cuestión sobre la estructura fundamental de la liturgia en general; más o menos conscientemente, aquí chocan dos concepciones diferentes. Los conceptos dominantes de la nueva visión de la liturgia
pueden resumirse en las palabras clave «creatividad», «libertad», «celebración», «comunidad». Desde tal punto de vista, «rito», «obligación», «interioridad», «ordenación de la Iglesia universal» aparecen como los conceptos negativos, que describen la situación a superar de la «antigua» liturgia».
Klaus Gamber, estudioso de la liturgia romana y de las liturgias orientales, «percibió que necesitamos de nuevo un comienzo desde la interioridad, tal y como la entiende el Movimiento Litúrgico en su parte más noble». Esta interioridad es «el encuentro con el Dios vivo ante el que nuestras ocupaciones se vuelven irrelevantes, y que puede revelar a todos la verdadera riqueza del ser».
La carta Desiderio desideravi del Papa Francisco, aunque con no pocos contenidos apreciables (cf. 53, la importancia de arrodillarse; 54 y 60, la crítica al protagonismo del celebrante), fue una oportunidad perdida. Sobre todo, parece una venganza contra Benedicto XVI, a quien nunca se mencionó, a pesar de su gran labor teológica y litúrgica como teólogo y papa.
En la comprensión del Concilio Vaticano II y de la reforma litúrgica, ¿ha fracasado la «hermenéutica de la reforma, de la renovación en la continuidad del sujeto único Iglesia», que argumentó con espíritu crítico pero constructivo en sus discursos a la Curia Romana (22 de diciembre de 2005) y a los sacerdotes romanos en febrero de 2013? No, en mi humilde opinión, si no ponemos obstáculos a los remedios mencionados hasta ahora, que surgen de abajo y de Arriba: ¡apoyémoslos con devoción y caridad! San Carlos Borromeo, el gran reformador, estaba convencido de que la Iglesia tiene en su interior las energías para regenerarse.
Si algunos de los que la critican creen que la Iglesia encontrará en esta profunda crisis de fe un acicate para renovarse y purificarse, que no apoyen la «hermenéutica de la discontinuidad y la ruptura», con la deslegitimación del Concilio y del Novus Ordo, abandonar las posiciones prejuiciosas y extremistas, ese radicalismo deletéreo que acaba dando la razón a quienes se oponen a dos eclesiologías, poniendo así en dificultades a tantos obispos, sacerdotes y fieles que no han cambiado de actitud desde los últimos documentos papales. Uno de los efectos, si no el más pernicioso, de negar la hermenéutica de la continuidad es que ciertas posiciones extremas y radicales acaban entonces dándose la mano idealmente. Persistamos, en cambio, en el realismo, en el pensamiento católico. Una nueva generación está en marcha: es un río subterráneo que, con la paciencia del amor (cf. 1 Cor 13) está resurgiendo, y vencerá.

NICOLA BUX

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