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UNA RESEÑA DEL LIBRO «EL RITO ROMANO, DE AYER Y DEL FUTURO» DEL PROF. KWASNIESWSKI

Como continuación a nuestra publicación anterior (ver aquí), en la que reproducíamos un extracto del primer capítulo del recomendado libro del Dr. Kwasniewski, El rito romano de ayer y del futuro (Os Justi Press, 2023); traemos a colación una interesante reseña realizada al libro por el abogado de Sevilla, don Luis López Valpuesta, en su blog Nolite Conformari, que se encuentra además alojado en la web de Infovaticana:

«No eches atrás el hito antiguo, que tus padres pusieron» (Prov. 22, 28)

                                                  

Peter Kwasniewski es un teólogo y músico norteamericano, que desde hace unos años escribe y da conferencias en defensa de la fe católica, tal y como la hemos recibido desde siempre, poniendo especial énfasis en la faceta litúrgica. En este sentido podemos considerarlo como una de las más importantes voces proféticas actuales, tanto en la condena de la deriva abiertamente «modernista» de nuestra Iglesia Católica (me reafirmo en esta dura palabra, aunque la ponga entre guiones), y en la reivindicación de una vuelta de los católicos a las raíces espirituales de la fe, sajadas por los vientos de la modernidad. Su último libro publicado -del que haremos ahora un pequeño comentario- «El rito romano, de ayer y del futuro» es, a la vez que un brutal alegato fiscal contra las reformas operadas en la liturgia católica en el siglo XX, una defensa apasionada y lúcida de la liturgia tradicional. Recomiendo sobre todo la lectura detenida del Capítulo 8, un bellísimo comentario y apología del Canon Romanoque en algunos momentos me emocionó, y me hizo exclamar como aquellos Padres del siglo V que nos precedieron: ¡Esta es la fe de la iglesia! Es especialmente trágico que este monumento de catolicidad sea hoy silenciado en casi todas las misas Novus Ordo, pues como afirma con gran verdad el autor:

«La existencia en Occidente de múltiples anáforas es una absoluta novedad (…) Que el Canon romano sea hoy una opción contradice su naturaleza misma de canon, es decir, de norma fija o medida del culto de la Iglesia» (pág. 287).

Y en consecuencia,

«Puesto que la Misa es el corazón del culto de la Iglesia Católica, y el Canon es el corazón de la Misa, el hecho de que la lex orandi haya sido tan gravemente alterada equivale a una traición a la tradición, en el más extricto sentido del término, y a una corrupción de la lex credendi, con resultados inevitables en la lex vivendi» (Pág. 278).

Dos son las ideas nucleares que vertebran todo el libro, una teológica y otra vivencial: la primera, la defensa de la precedencia de la lex orandi sobre la lex credendi y, en segundo lugar, la convición de que los católicos actuales vivimos un estado de ruptura con nuestra tradición litúrgica, con pavorosas repercusiones para lo que creemos y lo que obramos, para nuestra fe y para nuestra moral.

«Jamás, en toda la historia de la cristiandad oriental u occidental ha habido nada ni remotamente comparable con la cantidad y calidad del cambio que se dio en la década que va aproximadamente desde 1963 a 1973. Esto (…) produjo un efecto catastróficamente desestabilizador en los católicos (…). Todos los católicos resultaron dañados con un daño cumulativo y duradero, como el producto por defectos genéticos que se transmite a la descendencia, o como las riñas familiares que se prolongan por generación (…). Nuestra razón nos dice, ayudada por los recursos de la filosofía, de la psicología y de la sociología,  que un cambio tan colosal en la forma en que los católicos rinden culto a Dios podía tener solamente un significado: lo que habían estado haciendo era incorrecto, defectuoso, no saludable, e incluso desagradable a Dios. Tal es la posición de quienes todavía se oponen a la liturgia latina tradicional» (pág. 90).

En efecto, los que hoy desprecian (desde las más altas esferas de la Iglesia, y a veces con palabras gruesas como rígidos, hipócritas, desleales…) a los cristianos vinculados a la tradición litúrgica de los que nos precedieron, no sé si son conscientes de que en realidad insultan a éstos -a sus padres y ascendentes-, e impugnan la esencia de la fe cristiana tal y como la hemos recibido de ellos, y ellos de los suyos, ininterrumpidamente hasta llegar al cenáculo de Jerusalén en la fiesta judía de Pentecostés.  

«Desde Pentecostés, y hasta el final de los tiempos, la Iglesia es el territorio del Espíritu Santo, y la más perfecta acción y expresión de la Iglesia es la sagrada liturgia»  (pág. 75).

Kwasniewski comparte con muchos de nosotros la reflexión del añorado papa Benedicto XVI en su autobiografía, que el origen de la crisis actual en la que se ahoga el catolicismo de nuestro tiempo, hay que buscarlo y encontrarlo en los cambios revolucionarios de la liturgia, si bien en esta obra hay una diferencia fundamental con las ideas del recientemente fallecido papa. En efecto, Benedicto XVI se centra sobre todo en la discontinuidad y la revolución que supuso la obra de reforma de la Misa tras el Concilio Vaticano II, elogiando por contra el camino prudente de reforma litúrgica que comienza iniciado el siglo XX con los cambios  del Breviario y del Salterio por San Pío X y, posteriormente, por la reforma de los ritos de la Semana Santa de Pío XII en el primer lustro de los 50. Por ello, según Benedicto XVI, ninguno de los padres conciliares entendió la «Sacrosantum Concilium«como:

«Una revolución que habría significado el «fin del medievo» como a la sazón algunos teólogos creyeron poder interpretar. Se vio como una continuación de las reformas que hizo Pío X y que llevó adelante con prudencia pero con resolución Pío XII» (Mi Vida, pág. 145).

En este importante punto, el análisis histórico de Peter Kwasniewski se aparta del realizado por el Santo Padre, pues a su juicio, el principio tradicional de la precedencia de la lex orandi sobre la lex credendi, comienza a debilitarse con la reforma de San Pío X y se rompe abiertamente, cuando el papa Pío XII, en su encíclica «Mediator Dei» declara exactamente lo contrario: la preferencia de la lex credendi frente a la lex orandi  (pág. 376).

Legalizada la ruptura de ese principio en el documento de 1947, la reforma de la Semana Santa, implementada en los primeros años de la década de los 50, iba a marcar un camino de no retorno que nos llevaría, de un modo que difícilmente puede sorprendernos -visto en perspectiva-, a la revolución del Ordo Missae de 03 de abril de 1969. Quien sin duda captó desde el mismo momento de su implementación las consecuencias inevitables de ese cambio (con la perspicacia con la que suelen anticiparse los hijos del mundo, Lc. 16,8), fue uno de los artífices del mismo, el P. Carlo Braga (miembro de la Comisión Litúrgica y mano derecha de Annibale Bugnini), al describir la Semana Santa de Pío XII como:

«La cabeza de ariete que penetró la fortaleza de nuestra, hasta entonces, estática liturgia» (pág. 378).

Es por ello que el subtítulo del libro del Dr. Kwasniewski «El regreso a la liturgia latina tradicional tras setenta años de exilio», se remonte a aquellos años de la década de los 50, en los que el Santo Padre Pío XII hizo esos cambios en la liturgia de la Semana Santa, sin percibir que estaba abriendo una caja de Pandora de la que emergerían elementos disolventes para la fe católica, que nadie con un mínimo de honestidad puede en nuestros días negar. A mi juicio (desde mi atalaya de nacido tras el Concilio Vaticano II), la crítica de Kwasniewski a los cambios operados por Pío XII es la parte que me ha parecido más floja del libro -la desarrolla en pocas páginas, 381 a 406-, porque me es difícil contemplar en ellos la abierta ruptura que sí se operó abiertamente en el Rito Romano de la Misa en 1969, a los que dedica el grueso del libro, de manera brillante, certera y demoledora. Pero en todo caso lo que parece incuestionable es que, sin el acento puesto por Pío XII en la nueva relación entre lo que creemos y lo que rezamos, y en el reforzamiento de la autoridad del Romano Pontífice en materia de liturgia, el desastre posterior probablemente no hubiera sobrevenido. En contrate con ello, el autor afirma con rotundidad:

«La liturgia tradicional tiene más autoridad eclesiástica inherente en sí misma que cualquier decisión de un papa o un funcionario curial» (pág. 409). 

Tras la lectura de este apasionante y apasionado libro, la solución que se propone ante este estado de ruptura, aunque nos parezca muy radical, difícilmente podemos discutir que es la única posible. A estas alturas no podemos aspirar a un justo equilibrio entre la tradición  (que ha dado buenos frutos), y esta insufrible modernidad (que no solo no los ha producido, sino que va pudriendo los pocos sanos que quedan). Ya no cabe aquel compromiso que, sin duda de buena fe y con profundo sentido pastoral (aunque en la práctica imposible), quiso implementar Benedicto XVI con su «Summorum Pontificum» (2007): una convivencia armónica de ambas modalidades de rito (el moderno y el tradicional), de tal modo que se produzca una mutua influencia positiva, y lo mejor de cada uno se adhiriese al otro. Ese desideratum es, a juicio de Kwasniewski, inviable, pues:

«La reforma no necesita reforma, sino repudio con arrepentimiento. No es suficiente prescindir de los abusos o reintroducir elementos tradicionales a diestra y a siniestra, un poco de incienso aquí, un poco de violín allá, un introito hoy, ad orientem mañana. Tal cosa sería como amontonar pomadas sobre una herida gangrenada o tratar el cáncer con multivitaminas. No, lo que se necesita es algo mucho más radical»

Kwasniewski incide en que es impropio hablar de dos modalidades de un solo rito, pues lo cierto es que el Vetus Ordo de Pío V de 1570 responde a una tradición de siglos de la Iglesia (que se remonta a San Gregorio y hasta la misma época apostólica), mientras que el Novus Ordo es -en sincerísimas palabras del penúltimo Papa- «un edificio nuevo (…) se destruyó el antiguo edificio y se construyó otro, si bien con el material del que estaba hecho el antiguo» (Mi vida, pág. 177). Como dice Kwasniewski, el Novus Ordo, es un producto manufacturado de expertos, que no pudo reemplazar al antiguo rito precisamente por eso, porque no es una lógica evolución de lo anterior sino un nuevo comienzo; es -si el oximoron lo permite- una «tradición nueva» (pág. 168). Con sarcasmo, afirmará nuestro autor que:

«El rito moderno de Pablo VI, risiblemente declarado por el papa Francisco y Arthur Roche «la única expresión de la lex orandi del rito romano» se ha consolidado como una pseudo-tradición de vernacularidad, «versus populismo», informalidad, banalidad y horizontalidad» (pág. 416).

Que desde círculos conservadores se siga proponiendo esa vía media de la «reforma de la reforma» es un profundo error: «No sólo está muerta, sino profundamente enterrada» (pág. 417). El reciente motu proprio «Traditiones custodes» (2021) fue su siniestro sepulturero. Como dice el mismo Kwasniewski en otra de sus obras -un espléndido librito titulado «La verdadera obediencia en la iglesia (2021)-: 

«Paradójicamente, Traditionis Custodes ha corroborado la clásica afirmación tradicionalista de que se ha producido una ruptura entre la Iglesia de siempre y la Iglesia conciliar o, como mínimo, entre el culto que ofrece cada una de ellas. A pesar de ello, en este caso la que sale perdiendo no es la de siempre, con sus dogmas inmutables y su grandiosa liturgia. Quien tiene que perder es la advenediza, la impostora, la de ayer por la tarde».

Concluyo ya. A pesar de algunas expresiones excesivas, el libro de Kwasniewski tiene razón cuando nos dibuja el dramático momento de nuestra fe católica y verdadera, y cómo esa crisis -como ya destacó Benedicto XVI- se vincula al cambio litúrgico. En estos tiempos recios no caben ya componendas. Las cartas de cada uno están encima de la mesa. Y que nadie piense que los católicos tradicionales (cada vez más en número y calidad) se retirarán de la mesa de juego, harán trampas o romperán  la baraja (como se afirma -y se desea- de mala fe en tantos círculos eclesiales). Jugamos con la honradez y la sabiduría de quienes nos precedieron, y de los que ahora sabemos que triunfaron aun en sus derrotas (como nuestro único modelo, un Crucificado al que amamos sobre todas las cosas y hacemos presente en cada Misa). Y perseveraremos siempre en la buena luchallegaremos a la meta y conservaremos la fe  (2 Tim. 4,7).Y todo ello a pesar de que el presidente de la mesa cambie a su gusto las reglas: 

«Si el Papa no respeta la tradición, o no la transmite sin entrometerse en ella y confundirla, nosotros, movidos por nuestro amor a nuestros antepasados en la fe y por nuestra dignidad de hijos de Dios y herederos de su reino, defenderemos la tradición católica, la sostendremos, viviremos según ella y la transmitiremos intacta» (pág. 418).

Por Luis López Valpuesta

EL LEGADO LITÚRGICO DEL PAPA BENEDICTO XVI (III)

Siguiendo con nuestro agradecimiento y homenaje al Papa Benedicto XVI, traemos a nuestros lectores en esta ocasión, con permiso de su autor, don Luis López Valpuesta, un fragmento titulado «UNA REFLEXION DEL PAPA EMÉRITO SOBRE LA INTANGIBILIDAD DE LA LITURGIA. NI VERDAD SIN CARIDAD NI CARIDAD SIN VERDAD, del libro: «Cuando encontraba palabras tuyas las devoraba» «. Libro que fue presentado por su autor en la Sede social de Una Voce Sevilla el pasado mes de enero.

Nuestro querido papa emérito, Benedicto XVI, en su libro autobiográfico «Mi vida» (1997), incluyó una frase que ha dado mucho que hablar, generalmente en sectores tradicionalistas, y que a mi juicio llega al meollo de la gran crisis de la fe católica de nuestros tiempos. 

«Estoy convencido de que la crisis eclesial en la que nos encontramos hoy depende en gran parte del hundimiento de la liturgia». 

El origen de ese hundimiento, según señala en párrafos anteriores, se encuentra en la manera violenta -y no orgánica- en la que se procedió a sustituir la liturgia codificada por San Pío V en 1570.

«El hecho de que, después de un período de experimentación que a menudo había desfigurado profundamente la liturgia, se volviese a tener un texto vinculante, era algo que había que saludar como seguramente positivo. Pero yo estaba perplejo ante la prohibición del Misal antiguo, porque algo semejante no había ocurrido jamás en la historia de la liturgia. Se suscitaba por cierto la impresión de que esto era completamente normal» .

Pero no lo era, porque como bien explica Benedicto XVI, el desarrollo de la liturgia:

«Se ha tratado siempre de un proceso continuado de crecimiento y de purificación en el cual, sin embargo, nunca se destruía la continuidad».

Y al aprobar el Misal de Pablo VI, se siguió otro camino, más radical y evidentemente revolucionario: 

«se hizo aparecer la liturgia de alguna manera ya no como un proceso vital, sino como un producto de erudición de especialistas y de competencia jurídica»,

Y como consecuencia de ello, 

«nos ha producido unos daños extremadamente graves. Porque se ha desarrollado la impresión de que la liturgia se «hace», que no es algo que existe antes que nosotros, algo «dado», sino que depende de nuestras decisiones». 

La trascendencia de esa última fase podemos calibrarla desde el axioma «lex orandi, lex credendi». Alterar algo tan íntimamente vinculado con las creencias cristianas (como es la liturgia en la que se manifiesta públicamente la fe), no puede menos que afectar directamente a los contenidos en lo que se expresa esa fe del pueblo. Dicho de manera más rotunda: si podemos modificar la liturgia con tal impunidad, poco nos costará -con el mismo descaro- ir diluyendo los contenidos de la fe católica en un mundo donde palabras como «pecado», «penitencia», «expiación», «sacrificio» o «mortificación» han dejado de tener sentido. Pero como los principios fundamentales de la fe son por definición inalterables -tienen la consideración de dogmas o doctrinas seguras-, se nos conmina  hoy a que los apartemos en anaqueles polvorientos de bibliotecas universitarias; que atendamos a una visión «más pastoral y menos doctrinal», «más ecológica y menos celestial», «más horizontal y menos vertical» -«más tiempo y menos espacio» (en expresión del papa Francisco)-, aunque asumamos el riesgo de orillar lo que creyeron y vivieron los cristianos desde hace cientos de años. De este modo se juzga siempre con desconfianza a quienes pretenden salvar la fidelidad estricta a la fe recibida  y no están dispuestos a ponerla en la almoneda del consenso,  pues -según se nos advierte una encíclica reciente, Evangelii Gaudium, (94) 2013 – esa «supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria da lugar a un elitismo narcisista y autoritario». Siendo benévolos, esa frase hubiera parecido cuanto menos incomprensible a tantos papas del pasado reciente (y no reciente) que se desvivieron para que se mantuviese la pureza de una fe, siempre atacada por los modernistas de ayer y de hoy. Ellos sabían bien lo que se jugaba.

En definitiva, no cabe duda de que se pretende abiertamente que nosotros y las futuras generaciones cristianas nos libremos de esas presuntas rémoras que se asocian a rigideces que obstaculizan una vida cristiana presuntamente sana. Pero, con todo respeto, sentimos discrepar, porque, a nuestro humilde juicio, lo que verdaderamente hace enfermar a la fe cristiana es la vacilación en principios innegociables.  Como dijo el Cardenal Pie, el cristianismo es Verdad y es Caridad (no es Verdad sin Caridad, ni es Caridad sin Verdad), y por ello, como Verdad, debemos ser necesariamente intolerantes en las doctrinas seguras; ahora bien, como Caridad, debemos amar de corazón a todos los hermanos, incluso a los más errados (Caritas in veritate, como escribió Benedicto XVI).  Me resulta por ello muy doloroso que documentos eclesiásticos actuales, con insultante franqueza, pretendan disociar a los cristianos que defienden la Verdad, de la reina de todas las virtudes de un seguidor de Cristo, cual es la Caridad.  

Luis López Valpuesta