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TEXTO DE LA CONFERENCIA «LA MISA TRADICIONAL: EL TESORO REDESCUBIERTO» DEL VATICANISTA ALDO MARIA VALLI

Esta interesante conferencia, traducida al español y publicada por el blog Caminante Wanderer, fue pronunciada en el Encuentro Pax Liturgica el viernes 28 de octubre de 2022, al comienzo de la peregrinación internacional a Roma Populus Summorum Pontificum por el conocido periodista de la RAI y vaticanista Aldo Maria Valli, autor del blog Duc in altum.

A continuación, el texto de la conferencia:

«Quisiera hablarles de la misa antigua –aunque tal vez sería mejor llamarla la Misa de todos los Tiempos–, como un tesoro redescubierto. Una perla preciosa, un tesoro invaluable escondido durante mucho tiempo de generaciones de católicos, incluido yo mismo, pero finalmente redescubierto, por la gracia divina y el compromiso de tantos valientes creyentes.

    Creíamos, porque así nos lo dijeron, que la misa «nueva» era sólo una traducción de la «antigua», para hacerla comprensible. Descubrimos que la misa de san Pío V, la misa de todos los papas hasta Pablo VI, no necesitaba traducción alguna, porque con sus gestos, sus signos, sus textos sublimes, sus silencios, iba directo al corazón. No había necesidad de explicarla. Como la zarza ardiente, como las lenguas de fuego sobre los apóstoles en Pentecostés, es un signo claro del Misterio que nos habla. Misterio de luz y redención.

    También descubrimos que la misa «nueva», la misa de Pablo VI, tiene poco que decir, aunque lo diga en lengua vernácula. Porque no es un asunto de palabras, sino de Fe. Para muchos de nosotros fue un descubrimiento doloroso y nos preguntamos por qué nadie nunca, y durante tanto tiempo, nos habló de este tesoro escondido.

    La misa Vetus Ordo  fue llamada «forma extraordinaria» con la intención de resaltar su marginalidad. Sin embargo, la fórmula, paradójicamente, es adecuada, porque esta misa es realmente extraordinaria no solo en la forma, sino también en el fondo. En su fidelidad a la doctrina y a la liturgia, es extraordinariamente bella, rica en significado, incluso conmovedora. Mientras que la otra es tan «ordinaria» como puede ser algo de uso común, a lo que, después de todo, uno no le da demasiada importancia ni le da un gran valor.

    Este tesoro escondido, oculto a la mayoría, lo encontramos hoy confinado en iglesias casi desconocidas y a veces guardado en secreto, como si asistir a tal rito fuese peligroso, como si casi nos debiera dar vergüenza. Sin embargo, a pesar del estigma religioso y social que pesa sobre la misa de nuestros padres, de nuestros ancestros, desde hace cincuenta años, cada vez son más las personas que se acercan a ella y dicen que, una vez redescubierta, es un tesoro que no quieren dejar nunca más. Lo dicen con el asombro incrédulo de los pequeños, no con la prosopopeya de los «expertos». Y derivan de ella serenidad, alegría, un sentido de plenitud, un auténtico crecimiento de la fe: todo lo contrario –lo digo con mucho pesar– de lo que se deriva de la misa «nueva», de la que a menudo se sale triste y azorado, conturbado.

    En la misa Vetus Ordo, la Misa de todos los Tiempos, todo es sagrado, todo habla de Dios, todo se vuelve a Dios y vuelve poderosamente de Dios. Todo es extraordinario porque el sacrificio eucarístico no es ni puede ser algo ordinario. Porque se entra en una dimensión diferente, más alta, más solemne. Porque se entra en un espacio y un tiempo que no es ni puede ser un día entresemana, el espacio y el tiempo cotidianos. Porque ante el sacrificio eucarístico es espontáneo arrodillarse y dejar hablar al Misterio mismo. Queda excluido todo protagonismo humano, protagonismo que es más bien característico de la misa «nueva», destinada a celebrar al hombre, no a dar gloria a Dios.

    Quiero señalar que, habiendo nacido en 1958, crecí en la Iglesia posconciliar y durante muchos años no supe nada de la misa anterior. Recuerdo vagamente al sacerdote de cara al tabernáculo, de espaldas a los fieles, y luego, en el momento del sermón, lo recuerdo allí, en lo alto del elevado púlpito (que ya no se usa). Pero estos son, en verdad, recuerdos muy vagos, porque yo era un niño de pocos años.

    Sin embargo, el Señor fue bueno y me permitió encontrar buenos sacerdotes, como el coadjutor del oratorio al que asistía de niño. Digo esto para enfatizar que mis comentarios no están motivados por un sentido de venganza o controversia. Al contrario, agradezco al Señor por todo lo que me ha dado y por dejarme crecer en la Iglesia (en mi caso ambrosiana). Sin embargo, no tengo dificultad en decir que desde que la Divina Providencia me hizo descubrir la misa antigua, se me ha abierto un mundo maravilloso de gracia divina.

    En mi blog Duc in altum he recogido numerosos testimonios de personas que han descubierto la misa antigua después de años y años de no saber nada de ella o de haber oído hablar de ella vagamente. Por caminos misteriosos e impredecibles, la Providencia, tal como me sucedió a mí, llevó a estas personas a una iglesia, les presentó a un amigo o a un sacerdote, y he aquí el milagro del redescubrimiento. Se trata de personas de todas las edades y estratos sociales. Diferentes niveles educativos, diferentes caminos en la vida. Hay hombres y mujeres, personas que han crecido en la fe y otras que se han convertido precisamente por el descubrimiento de este tesoro escondido. Un estribillo común es: «Es como volver a casa». Porque aquí está la verdadera acogida, no la de aquellos que hacen de la acogida una ideología.

    Esa expresión, «volver a casa», la usan sobre todo los conversos que me escriben para contarme sus historias. Nunca he oído a un converso decir que él o ella han sido llevados a la Iglesia Católica por un buen programa pastoral diocesano o como resultado de cierto sínodo de obispos o en virtud de un discurso sobre el diálogo o la colegialidad. Uno regresa o aterriza en la Iglesia Católica porque está buscando la Belleza y la Verdad. Porque está buscando a Dios, o quizás porque Dios te pilló por sorpresa cuando menos lo esperas. Y es precisamente en la Misa de todos los Tiempos donde estas personas se sienten verdaderamente acogidas.

    Para aquellos que argumentan que Dios se puede encontrar en todas partes y, por lo tanto, después de todo, la liturgia no es tan importante, los conversos tienen las respuestas más efectivas. Se podrían ofrecer muchas citas de, por ejemplo, Newman o Chesterton. Pero aquí me gustaría recordar la frase de un converso menos conocido, Thomas Howard, quien escribió: «Es en el mundo físico donde nos encontramos con lo intangible». Creo que aquí el escritor estadounidense capta el significado de dos mil años de liturgia. Precisamente lo que no entienden, o no quieren entender, los promotores de novedades es que, por su descuido de la liturgia, caen fácilmente en un espiritualismo que no tiene nada de cristiano ni, en particular, de católico.

    Antes de la conversión, Howard explica: «Yo creía que la verdad cristiana debía guardarse de manera incorpórea. Era para mi corazón, no para mis ojos». Pero somos cuerpo y alma. Como dice el adagio popular italiano, anche l’occhio vuole la sua parte. Los espiritualistas, despreciando la materia y la corporeidad, no quieren un hombre más puro, más cercano a Dios porque estaría casi desencarnado: quieren inventar un «hombre interior» a su imagen y semejanza.

    Entre los muchos testimonios que he recibido sobre el descubrimiento de la Misa de todos los Tiempos hay numerosos de jóvenes. Dicen que el descubrimiento de este tesoro escondido se produjo unas veces en virtud de una llamada indistinta, otras veces por una sensación de insatisfacción e insuficiencia. Llega un día en que uno entra en una iglesia y se encuentra con la sorpresa: un ritual desconocido y aparentemente incomprensible, pero que es precisamente la respuesta que uno estaba buscando. Algo que da alivio y guía espiritual, algo que te hace crecer en la fe. Como me dijo una vez una joven, incluso aquellos que normalmente luchan por concentrarse y rezar en la misa, cuando descubren la misa antigua, quedan atrapados en lo sagrado y el tiempo cesa de existir. Sólo hay adoración, oración, acción de gracias. Y no hay ninguna necesidad de que alguien te cuente lo que está pasando.

    Incluso los detalles aparentemente externos importan. Las vestimentas litúrgicas (nada de sacerdotes ni diáconos con zapatillas deportivas), los himnos cuidadosamente elaborados tan diferentes de la música cotidiana, las mujeres con velo, los fieles de rodillas. «Me sentí feliz», me dijo esa joven. “Los himnos, aunque no entendía su significado, se elevaban con tanta gracia hacia el cielo que estaba segura de que mis oraciones subían con ellos. Y el sermón, aunque me llegó como una bofetada, me dio un gran alivio. «

    Y esto es lo que dice Anna: «Cuando asistí por primera vez a la misa Vetus Ordo, sentí como si me surgiera una nostalgia. Pero no de algo que ya había visto, porque nunca había asistido a este tipo de misa. La nostalgia que sentí vino desde muy adentro, fue como el surgimiento de algo que había estado dentro de mí todo el tiempo. El rito de la misa antigua llega más al corazón que el de la misa reformada. Me duele decirlo, pero este último se siente vacío. No digo que esté vacío, digo que me transmite ese sentimiento. Inmediatamente se lo comenté a varios amigos y los llevé a la misa antigua para que ellos también probaran. Algunos de ellos, no creyentes, quedaron muy impresionados. y me dijeron que sintieron una presencia…»

    Y Andrea: «Fue mi hijo, hasta entonces no tan religioso, quien me llamó el 8 de diciembre hace seis años y me dijo: ‘¡Papá, fui testigo de algo hermoso!’ Era la misa en el rito antiguo, la misa cantada para la fiesta de la Inmaculada Concepción. Entonces comenzamos a asistir juntos a la misa Vetus Ordo y ahora ya no voy al Novus Ordo, que se ha vuelto, especialmente después de las payasadas introducidas por la Covid, realmente indigerible».

    Y Piero: «Cuando puedo, viajo ochenta kilómetros de ida y otros tantos de regreso y asisto a la santa misa tradicional. Algo misterioso me envuelve y entro ‘en la nube’. Soy hijo de una cultura racional y no soy sentimentalista. He comenzado a estudiar las diferencias sustanciales entre el ritual de todos los tiempos, de mis antepasados, y el del llamado Novus Ordo, y ahora comprendo, en parte, por qué, cuando participo en este último, me quedo casi indiferente y muchas veces tenso. Por otro lado, no entiendo cómo puede ser que tantos sacerdotes y, peor aún, obispos, no perciban esto”.

    Un último testimonio: «¡La misa tradicional! ¡Qué regalo tan maravilloso! Las diferencias que vi entre la misa tridentina y la misa posconciliar a la que estaba (cansadamente) acostumbrado fueron, desde el principio, implacables: por un lado, la solemnidad de una celebración en la que el centro es el sacrificio eucarístico y cada gesto del alter Christus, cada palabra y cada canción son perfeccionadas por la Fe. Por otro lado, la misa moderna, en la que el centro ya no es el Sacrificio sino la aburrida homilía del ‘presidente de la asamblea’, en el que hay cantos que no elevan, sino que distraen y entretienen, un altar que ya no parece ser tal, sino que se ha convertido en una ‘mesa’, y la comunión se recibe de pie y en la mano, sin respeto ni devoción. Entonces piensas: ‘Pero ¿dónde he vivido hasta ahora? ¿De qué me he perdido? En estos tres años he visto por lo menos duplicar el número de personas que asisten a la misa tradicional, y no me sorprende. Hay también mucha gente joven, y en el presbiterio, con el sacerdote celebrante, de cuatro a siete monaguillos, y sabemos que acolitar en la misa antigua no es nada fácil”.

    Con testimonios como esos podría seguir y seguir. Todos son así, llenos de asombro y gratitud, pero también de un profundo pesar por el tiempo transcurrido antes de redescubrir el tesoro. Llama la atención que, si bien provienen de fieles ordinarios, muchas veces carentes de una preparación específica en los campos teológico, doctrinal y litúrgico, estas reflexiones están en profunda sintonía con las constataciones que, desde el principio, en 1969 –el mismo año en que la promulgación del nuevo misal– fueron hechas con autoridad por quienes denunciaron el proceso de protestantización implementado con la reforma litúrgica y dieron la voz de alarma sobre el desastre inminente.

    También informo que recibo muchas solicitudes de personas que preguntan dónde pueden recibir la comunión en la lengua y se quejan de que en sus parroquias a menudo se les niega (un patente abuso de la ley litúrgica vigente). Recuerdo una carta de una señora que, habiendo pedido al sacerdote recibir la comunión en la lengua, no sólo se la negó, sino que le dijo: «¿Qué les pasa a ustedes los tradicionalistas? ¿Por qué están tan obsesionados?» Palabras que hablan por sí solas y que explican muchas cosas, sobre todo en cuanto a la formación que reciben los sacerdotes.

    Ahora la pregunta es: ¿Por qué golpear, marginar y tratar de eliminar la Misa de todos los Tiempos si, aunque tan perseguida, sigue dando tan bellos y copiosos frutos de fe? ¿Por qué esta misa nos ha sido arrebatada autoritariamente?

    Las respuestas pueden ser muchas. Me viene a la mente, en primer lugar, lo que el diablo Escrutopo le escribe a Orugario: «Uno de nuestros grandes aliados en la actualidad es la Iglesia misma» (CS Lewis, Las cartas del diablo a su sobrino). Pero tal vez la Misa Eterna ha sido objetivo de eliminación porque, si los líderes de la iglesia simplemente hubieran colocado la misa reformada junto a ella, ciertamente esta última atraería gradualmente a menos y menos. La Misa Apostólica Eterna es tan profunda y auténticamente católica que inevitablemente expone las falsificaciones implementadas por aquellos que dicen ser católicos, pero no lo son.

    En la Misa de todos los Tiempos no hay necesidad de invitar a la actuosa participatio y no hay nada que «animar» (cuando escucho hablar de «animación» de la misa, sonrío con amargura). En la Misa de todos los Tiempos sólo hay que arrodillarse ante el mysterium tremendum. Pero para arrodillarse, para reconocerse pecadores ante Dios, es necesario ser humildes, despojándose del orgullo, del protagonismo y de la vanidad que lleva a lucirse, protagonismo que en cambio domina indiscutiblemente en el campo modernista, marcado por la pretensión de «hacer» la Iglesia.

    Por eso, una vez que has redescubierto la Misa de todos los Tiempos, la misa «nueva» te causa malestar: estás en presencia de una distorsión, de una caricatura. Sientes que no tienes nada que ver con ese sentimentalismo vacío, ese rito que a menudo parece tener lugar para dar gloria no a Dios sino, bajo la apariencia de Dios, al hombre.

    Ahora bien, puesto que el tesoro que hemos redescubierto, a pesar de todos los esfuerzos de quienes hubieran querido y aún quieren mantenerlo escondido, es patrimonio de la Iglesia, de los fieles y de toda la humanidad sedienta de verdad, de caridad y de trascendencia, debemos ser conscientes de que tenemos derecho a una restitutio in integrum. No nos cansemos de señalar la iniquidad del abuso, aunque el abuso provenga de la más alta autoridad.

    Quiero citar algunos pasajes de la carta que los cardenales Alfredo Ottaviani y Antonio Bacci escribieron a Pablo VI para presentar su famoso Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae. Los dos cardenales escribieron que el Novus Ordo “se aleja de modo impresionante, tanto en conjunto como en detalle, de la teología católica de la santa misa tal como fue formulada por la XXII sesión del Concilio de Trento que, al fijar definitivamente los ‘cánones’ del rito, levantó una barrera infranqueable contra toda herejía que pudiera atentar a la integridad del Misterio”.

    Luego precisaron: “Las razones pastorales atribuidas para justificar una ruptura tan grave, aunque pudieran tener valor ante las razones doctrinales, no parecen suficientes. En el nuevo Ordo Missae aparecen tantas novedades y, a su vez, tantas cosas eternas se ven relegadas a un lugar inferior o distinto –si es que siguen ocupando alguno– que podría reforzarse o cambiarse en certeza la duda que por desgracia se insinúa en muchos ámbitos según el cual las verdades que siempre ha creído el pueblo cristiano podrían cambiar o silenciarse sin que esto suponga infidelidad al depósito sagrado de la doctrina, al cual está vinculado para siempre la fe católica”.

    “Las recientes reformas”, prosiguieron los dos cardenales, “han demostrado suficientemente que los nuevos cambios en la liturgia no podrán realizarse sin desembocar en un completo desconcierto de los fieles, que ya manifiestan que les resultan insoportables y que disminuyen incontestablemente su fe. En la mejor parte del clero esto se manifiesta por una crisis de conciencia torturante, de la que tenemos testimonios innumerables y diarios”.

    Por último, un énfasis que nos atañe de cerca: “Los súbditos, para cuyo bien se hace la ley, siempre tienen derecho y, más que derecho, deber –en el caso en que la ley se revele nociva– de pedir con filial confianza su abrogación al legislador. Por ese motivo suplicamos instantemente a Su Santidad que no permita, –en un momento en que la pureza de la fe y la unidad de la Iglesia sufren tan crueles laceraciones y peligros cada vez mayores, que encuentran cada día un eco afligido en las palabras del Padre común–, que no se nos suprima la posibilidad de seguir recurriendo al íntegro y fecundo misal romano de san Pío V, tan alabado por Su Santidad y tan profundamente venerado y amado por el mundo católico entero”.

    ¡Recordemos que Deus non irridetur [Dios no será burlado]! La terrible advertencia de san Pablo es clara. Y también se refiere a la liturgia. A los que todavía afirman que “no se puede entender el latín”, les respondo que hay muchas ayudas y, en todo caso, la idea de que hay que ir a misa para “entender” es fruto de un racionalismo que, una vez penetrado en la Iglesia, impide ser transportado al misterio eucarístico y dar gloria al Padre.

    El autor italiano Giovannino Guareschi, célebre por su personaje Don Camilo, escribió páginas inolvidables en defensa de la misa tradicional, y lo hizo con mordaz humor contra los “renovadores”, aquellos que, como decía Ottaviani, están enfermos de “comezón de cambios”. “El latín”, escribió Guareschi, entre otras cosas, “es una lengua precisa, esencial. Será abandonada no porque sea inadecuada a las nuevas exigencias del progreso, sino porque los hombres nuevos ya no serán adecuados a ella. Cuando la era de los demagogos, de los charlatanes, comience, un idioma como el latín ya cumplirá un propósito, y cualquier patán podrá impunemente hacer un discurso público y hablar de tal manera que no sea expulsado de la plataforma. Y el secreto consistirá en que él, aprovechando una fraseología tosca, esquiva y con un ‘sonido’ agradable, podrá hablar durante una hora sin decir nada. Lo que es imposible con el latín.”

    En la misma línea, el cardenal Ottaviani explicó que el latín “por su estructura, por su intacta y genuina capacidad de síntesis, por su fijeza, es decir, por su continuidad incorrupta, por su valor expresivo, es el más adecuado para preservar el sentido genuino de cualquier doctrina”. ya que desconoce “el fenómeno de la continua transformación de las lenguas vernáculas por el paso de los siglos”. 

    Agregaría que el latín es el sello de la Tradición y universalidad de la Iglesia, mientras que con la lengua vernácula se ha abierto el camino a los abusos y particularismos de quienes consideran a la Iglesia como un organismo humano, siempre necesitado de adaptación.

    Todos aquellos que continúan tomando partido contra el antiguo ordo Missae e inventando formas cada vez más viciosas de combatirlo, deberían hacerse una simple pregunta: ¿Por qué, a pesar de todo, no ha desaparecido? ¿Por qué hay sacerdotes y fieles que se mantienen apegados a él y lo defienden enérgicamente? Y luego otra pregunta: ¿Por qué, a pesar de la reforma litúrgica, la Iglesia está perdiendo fieles y vocaciones? ¿Y por qué, por el contrario, la misa antigua, en contraste con las inmisericordes estadísticas, atrae cada vez a más personas?

    Desgraciadamente, son cuestiones que no son tomadas en consideración por quienes tienen una visión ideológica de la realidad y también de la Iglesia. 

    Estas son mis pobres reflexiones como católico posconciliar que por la gracia de Dios ha redescubierto el gran tesoro escondido. Por este regalo, Deo gratias! Y para los modernistas, nuestra oración: “Señor, perdónalos porque no saben lo que hacen. Si lo saben, perdónalos de todos modos. Y haz que dejen de estorbarnos”.

Traducción de Agustín  Silva Lozina

ARTÍCULO: «¿TENDRÍAN LA GENTILEZA DE DEVOLVERNOS LOS SAGRARIOS?»

El blog EL BÚHO ESCRUTADOR ha traducido al español un interesante artículo del escritor y comunicador italiano Aldo Maria Valli, que versa sobre la importancia que tiene para la fe de los fieles la centralidad del Sagrario o Tabernáculo en nuestras iglesias. Las columnas de Valli suelen estar salpicadas de una sutil ironía, encierran intuiciones profundas y contienen una saludable dosis de sentido común. Esta mezcla las vuelve particularmente atractivas y sugerentes para el lector.

A continuación el citado artículo:

 

POR FAVOR, DEVUÉLVANNOS LOS TABERNÁCULOS

Aldo Maria Valli

 

«No sé si os sucede también a vosotros. Cuando entro en una iglesia, cada vez me cuesta más encontrar dónde está el sagrario. Tengo que buscarlo, como en una búsqueda del tesoro. Y a veces no me parece justo.

Así como la imaginación de los arquitectos se entrega a diseñar y edificar iglesias que parecen cualquier cosa menos iglesias católicas (pueden estar muy bien como espacios deportivos o como salas protestantes, pero no como lugares de culto católicos), del mismo modo los diseñadores de interiores, presos de un deseo incontrolable de novedad y cambio, mueven el tabernáculo a los rincones más extraños y a veces más escondidos.

Ahora bien, soy consciente de no tener ojos de halcón. Soy miope; y cuando vengo de la luz de afuera, necesito un poco de tiempo para adaptarme a la penumbra de la iglesia. Pero por lo general no se trata de una cuestión de mala visión o escasa luminosidad. En muchas iglesias, desafortunadamente, el tabernáculo está en lugares inverosímiles, como si no fuera el dueño de la casa, como si se quisiera esconderlo como se hace con alguien de quien se está un poco avergonzado.

También me ha sucedido hoy. Entro y no veo. Está bien, me digo, serán los ojos. Miro, observo; y no lo encuentro. Es que el tabernáculo no está allí. O, al menos, no está donde debería estar. Está desplazado hacia un lado, muy lejos, sin la luz roja, escondido dentro de una especie de jaula de acero. Porque también hay que decir esto: mientras más marginado se coloca, el tabernáculo, como objeto, se vuelve más extraño y adopta formas inverosímiles y absurdas.

Conforme; después de la reforma conciliar, con el altar y el celebrante vueltos hacia la asamblea, el tabernáculo ya no puede estar más sobre la mesa. Pero, ¿queremos decirlo claramente? En el presbiterio, el tabernáculo tiene que permanecer en el centro, porque su contenido es el centro de todo. Al centro no puede estar la sede, que a veces parece un trono del celebrante. Yo no quiero adorar una silla. No, al centro tiene que estar el tabernáculo, la casa de nuestro Señor. Porque tabernáculo significa casa pequeña y el entero edificio de la iglesia, visto con atención, no es más que un lugar construido para recibir y proteger aquella pequeña casa con su contenido infinitamente grande.

Sé que en este punto personas muy expertas encontrarán el modo de explicar que «sí, pero…, está bien…, sin embargo…». No. Pido que el tabernáculo vuelva a colocarse en el centro, que sea inmediatamente identificable, que tenga su pequeña luz roja bien  clara, que le sea dado el honor que se merece. Y que el fiel no deba jugar a buscar el tesoro para descubrir dónde está. Porque cuando entras en un lugar, es el dueño de casa el que sale a tu encuentro, y no tú el que deba ponerse a buscarlo por las habitaciones.

¿Sabéis cuál es mi duda? Que quien coloca el tabernáculo en los costados no crea en el fondo que allí está la presencia real de Jesús. De lo contrario no se explica una elección semejante. Si sabes que Jesús está allí, si crees que aquella es su santa casa, te surge natural ponerlo en el centro.

Me parece oír ya la objeción: pero si tantas historias enseñan que el Señor está presente en cualquier parte del mundo y del universo, en cualquier lugar del corazón de la gente, entonces no hay necesidad de construirle una casa y exponerla. Sin embargo, sí que hay necesidad. Si creemos que allí no hay un símbolo, una recuerdito, un souvenir, sino Él mismo en persona, entonces debemos concluir que al tabernáculo le está reservada una posición central.

Alguno dirá: bien, pero disculpa un momento; cuando la cena ha terminado, la mesa se levanta, ¿por qué entonces el pan debería permanecer allí, al centro? ¿Acaso no es verdad que, terminada la comida, todo se coloca en otra parte?

Por supuesto que sí. Pero para nosotros los católicos aquello no es solo pan. Es el pan de la vida, es nuestro Señor en persona. Luego no debe colocarse en un rincón, como una sobra cualquiera.

También se suele olvidar que en cada iglesia el fiel hace un recorrido, como una verdadera y propia peregrinación, un camino espiritual cuyo clímax no es la sede del celebrante, ni siquiera el altar, ni tampoco la imagen de un santo. Es nuestro mismo Señor.

¿Y cómo no notar que esta tendencia a marginar a nuestro Señor va de la mano con la tendencia a no arrodillarse? Demasiado a menudo se ingresa a la iglesia como a un simple salón de actos, en el cual uno charla y se entretiene con los demás fieles. Sin embargo todo esto un católico no puede aceptarlo. El acto de arrodillarse refleja la disposición del espíritu. Es un acto de adoración. No se ingresa a la iglesia para encontrarse con el señor párroco o con los amigos. Uno entra para adorar a nuestro Señor. Por esta razón me enferma cuando las personas no se arrodillan en la iglesia, no hacen bien la señal de la cruz y no están en silencio, sino hablando entre ellas, formando corrillos, saludándose como si se encontraran en la calle.

Vuelvo a repetirlo: los católicos no entramos a la iglesia como si fuera un salón de actos para reuniones de la comunidad. Entramos en la casa del Señor, donde tenemos que tributarle todo nuestro respeto y toda nuestra adoración. Y si la Iglesia es la casa de Dios, todo debe estar en función de Dios que se ha hecho hombre y ha muerto y resucitado por nosotros. No debe estar en función de nosotros, los fieles que allí entramos.

Querría, por tanto,  hacer una modesta propuesta a obispos, párrocos, religiosos: por favor, devuélvannos el tabernáculo. Esté claramente visible y reconocible, en el centro del ábside. A los lados, pongamos la sede del celebrante, que es un ministro, un servidor, no el protagonista de un espectáculo. En las paredes no pongamos carteles, afiches o consignas; procuremos más bien que sean un lugar exclusivo para las imágenes sagradas, sobre todo de María y también de los santos, de tal modo que puedan sostenernos en la adoración y en la oración. Todo esto, como se lee en el «Misal Romano», debe inspirarse en una noble simplicidad y dignidad. La iglesia no es un lugar para ir acumulando objetos, imágenes, libros o artefactos varios. Y el Santísimo Sacramento, dentro del tabernáculo, sea colocado «en una parte de la iglesia de gran dignidad, eminente, bien visible, decorada con dignidad y adecuada para la oración». En el caso de que este lugar sea una capilla, que se haga de modo que también ella sea bien visible, adecuada para la adoración y la oración, estructuralmente unida al resto de la iglesia, para que no parezca como un añadido. Y junto al tabernáculo permanezca siempre encendida una lámpara (no un foco de equipo cinematográfico o de estudio televisivo, como he visto en algunos casos).

Parecen medidas de poca monta, pero no es así. Es respeto, es coherencia, es fe.

Benedicto XVI, en la exhortación postsinodal «Sacramentum Caritatis», lo explica así: es necesario que «el lugar donde se guardan las especies eucarísticas sea fácilmente reconocible, también por medio de una lámpara permanentemente encendida, a cualquiera que entre en la iglesia». Al fiel hay que ayudarle y facilitarle el descubrimiento de la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. En esto no puede ser engañado, obstaculizado, o impedido

A menos que lo que se pretenda sea engañar y obstaculizar».

Aldo Maria Valli

Texto original: www.aldomariavalli.it